Texto por Piedad Bonnett
Mientras leía sobre el hostigamiento al que las directivas del colegio
Gimnasio Castillo Campestre parecen haber sometido a Sergio Urrego por
ser gay, me remonté a los años de mi propia vida colegial y sus
horrores.
En los tres colegios de religiosas por los que pasé, colegios
femeninos privados de clase media, la represión era lo corriente. Se nos
transmitía que los hombres eran un peligro en potencia, pero de sexo no
se hablaba, y cierta vez que alguna alumna preguntó si un tampón podía
quitar la virginidad, la monja, escandalizada, la mandó callar. Poner en
duda las verdades reveladas o no querer asistir a los ritos religiosos
eran faltas graves que volvían a la persona “una manzana podrida”. Pero
cuando, a mis 12 años, me armé de valor para informar que el capellán
nos estaba manoseando, las monjas me acusaron de calumniadora. Tapen,
tapen, fue siempre la consigna, porque ante todo estaba “la imagen del
colegio”. Todo era pecado: el suicidio, la homosexualidad, la
masturbación. Y lo que se nos enseñaba era un amasijo de materias donde
prevalecían la información y la memoria, y nada se ponía en cuestión.
Casi nada era divertido, no se estimulaban las habilidades individuales,
las bibliotecas eran pobres y los maestros ponían “puestos” y
estigmatizaban así a “los peores” del curso. Si sobreviví a tal
mediocridad creo que fue gracias a mi rebeldía.
Las cosas han
cambiado, y mucho. Ya en mis épocas de estudiante —que no fueron en el
Paleolítico, como podría pensarse— había unos pocos colegios seglares,
mixtos y que intentaban educar con métodos nuevos. Y hoy encontramos
colegios liberales, con pedagogías interesantes, enfocados en las
vocaciones de los alumnos y en fomentar el arte y la ciencia. Pero me
temo que esos colegios son minoría en el territorio nacional y que se
sigue educando desde el autoritarismo para el amansamiento y el control
del individuo. “Los niños van a estudiar y no a tener relaciones de
pareja”, fue una de las respuestas de la directora de Sergio, como si la
afectividad de los adolescentes hubiera que dejarla en la casa.
Ahora
que parece que el Gobierno se acordó de la educación, yo, que no soy
ninguna experta pero sí una apasionada del tema, quisiera soñar con que
todos los colegios colombianos sean laicos y mixtos, incluyentes y
respetuosos de la diferencia, preocupados por la creatividad, el
pensamiento crítico y el libre desarrollo de la personalidad. Con
colegios que más allá de información, “esa tienda de chucherías, llena
de monstruosidades y polvo y con los precios de todo muy por encima de
su verdadero valor”, como dijo Oscar Wilde, enseñen a los alumnos
nuestra historia, con todos sus horrores, para que nos comprendamos
mejor, los familiaricen con la complejidad del cuerpo, para crear en
ellos buenos hábitos, los adiestren en tareas manuales, para que valoren
los oficios, los hagan frecuentar e investigar la naturaleza con
curiosidad científica, y los pongan a discutir problemas éticos. En fin,
que los eduquen, no sólo para pasar las pruebas de Estado sino para
tratar de cambiar este mundo, a veces tan cruel como lo fue para Sergio
Urrego.
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